jueves
MARÍA (Crónica)
A las cinco de la tarde, casi puntualmente, María abría los postigos de su habitación pulcramente ordenada, con los pisos de madera lustrados, que daba a un patio lleno de plantas. En un Winco, hacía girar el disco más triste que se pudiera imaginar. En el altillo hasta donde llegaba la música, Alcides dejaba el mate o la ginebra y suavemente, pero de modo imperativo, me decía:
- Vamos a consolar a María.
Así que bajábamos al patio sobre el que se alineaban los cuartos en los que vivían algunos actores de teatro, algunos revolucionarios , María, y yo que, por entonces, ya me hacía las preguntas que no tienen respuesta.
María, que según me había contado Alcides, tenía cinco intentos de suicidio, estaba como siempre, sentada en la punta de la cama, con su habitual vestido negro en forma de túnica, su pelo renegrido, sus ojos negros, sus gruesas cejas también negras, mirando al infinito, mientras silenciosamente rodaban por sus mejillas lágrimas que parecían no cesar nunca.
Era la imagen de la tristeza.
Alcides y yo tomábamos ubicación, uno a cada lado de María y con la penosa música como telón de fondo, en diálogos que tenían el tono de una confesión, procurábamos rebatir las contundentes afirmaciones de María, que muy quedo, en un hilito de voz, sostenía la absurdidad de la existencia, la precariedad dolorosa del amor, el sinsentido de la vida.
Repetimos ese rito incontables veces. En parte porque la queríamos y en parte porque nos aterrorizaba la posibilidad de encontrarla, alguna tarde, en el único baño de la casa, con las venas cortadas.
Un buen día María se fue. Y al tiempo yo también decidí rumbear para otro lado.
Dos años después me encontré en la calle con Eny, que por entonces se había convertido en la suegra de Alcides. Eny siempre había funcionado como una especie de madre de todos los que vivíamos en esa suerte de pensión con algo de magia. Me contó indignada que María había desperdiciado la oportunidad de su vida: había conocido en Buenos Aires a un diplomático que se había enamorado perdidamente de ella y le había propuesto matrimonio para que lo acompañara a Egipto, donde cumplía sus funciones. De modo que María, que había aceptado el convite, volvió a Rosario para arreglar sus cosas. Pero en el tren conoció a un plomero que le arrebató el corazón, por lo que dejó al diplomático esperándola para siempre, y se unió, cura mediante, con el esforzado trabajador de los caños.
Me separé de Eny dándole la razón y pensando que nunca iban a terminar las desventuras de María.
Aquí abro un paréntesis en esta historia. Sucede que me caso, tengo hijos. Es decir pasan los años. Y como suele suceder, un buen día, se me rompe un caño en la cocina y llamo a un plomero que me recomienda un vecino.
Mientras el hombre reparaba el caño yo me quedé en la cocina charlando animadamente con la que entonces era mi mujer, casi olvidado de su presencia. El hombre que trabajaba bajo la mesada, casi sin hacer ruido, y que sin duda ha estado escuchándonos, interrumpe en un momento su trabajo y me dice:
- No me diga que usted es Nicanor, el amigo de Alcides Atónito comprendo rápidamente la situación y le contesto:
-No me diga que usted es el esposo de María.
- Sí, soy el esposo de María – me responde.
- ¿Y como está ella? – le pregunto.
El plomero con una gran sonrisa dice:
- Bárbara, un poco gorda, eso sí, es que tenemos cinco hijos...Y siempre tan alegre, usted la conoce, se ríe todo el tiempo.
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