Datos personales

Mi foto
Hace 20 años que escribo y tengo publicada una novela corta

TAL VEZ CONVENDRÍA...

...aclarar cual es el propósito de este blog. Hace mucho tiempo que vengo con la idea de publicar,vaya a saber porque, un montón de cuentos, relatos, casi crónicas (algunas de ellas).Si desmenuzamos el "vaya a saber porqué", o al menos lo intento, tropezaré con algunas ideas vagas, como narcisismo, exhibicionismo, que se yo, dejarles a mis hijos algunos divagues...
Entonces mi cuñado me mostró el blog de un amigo y me dije: Bárbaro, con esto me alcanza y de paso por ahí gente que quiero y otras que no conozco lean algunas cosas de estas y al menos les resulte entretenido. Ojalá.

Sentate y ponete a leer

Sentate y ponete a leer
¿Estás cómodo?

martes

LA PIEL DE MATILDA (Crónica)



El día que encontraron a Matilda en el cuarto del viejo, pero distinguido hotel, en donde se alojaba, gracias a la caridad de la dueña, quedó grabado tal vez para siempre, poblando seguramente los sueños de quienes entraron en él. Estaba acostada en la cama, sola como nunca, con los ojos enormes abiertos para siempre, con su tapado de piel puesto a pesar del calor infernal y rodeada por una multitud de gatos que andaban por toda la habitación, por encima de su cuerpo inerte. Sucedía que algún fenómeno de la muerte o la coreografía o vaya a saber que, habían producido en su rostro una metamorfosis gatuna. No era un espectáculo desagradable, sino más bien extraño. Cualquiera podía reconocer su rostro, estaba conservado sin duda, pero también parecía la cara de un gato.

La velaron en la casa de tía Mercedes, su amiga del alma. A todos nos pareció que desde las terrazas aledañas se escuchaban maullidos y llantos felinos de una manera inusitada. Cuando la enterramos, el cementerio rebosaba de gatos también.

Esa noche fuimos a acompañar a tía Mercedes a su casa. Inevitablemente, recordábamos a Matilda. Cuantas noches habrían repiqueteado sus tacos por las calles de la ciudad buscando sus gatitos para darles de comer. Esa era tal vez, su actividad principal. Recorría restaurantes y casas de amigas recolectando comida para ofrecérsela a sus pequeños protegidos. Al sigiloso paso de ella salían al encuentro multitudes peludas pidiendo plañideramente su alimento. Siempre con su tapado de piel, en invierno y verano. Aún cuando el calor fuera insoportable. De su boca grande, que enmarcaba una dentadura sobresaliente, emitía llamados para los felinos – Mishi, mishi – que repetía como en un susurro. Rostro singular el de Matilda, parecía que boca, dientes y ojos no le cabían en la cara pequeña y flaca.. A veces, cuando encontraba una camada huérfana no podía resistir adoptarlos. Esto le ocasionaba no pocos problemas en el hotel donde le tenían prohibido llevar los animalejos. Sucedía en ocasiones que los pequeñuelos escapaban de su cuarto. Una noche, ya tarde, cuando volvía de su habitual recorrida tuvo que ponerse en cuatro patas para rescatar a dos de sus protegidos de una habitación en donde dormían plácidamente una pareja de pasajeros. Sin duda había sido muy friolenta y esa costumbre de ella de no sacarse nunca su tapado, que uno de los hijos de tía Mercedes juraba que si se lo examinaba de cerca parecía estar confeccionado con pieles de gato, le dio pié a mi padre para jugarle una broma a mi madre: en una sobremesa hojeando el diario, un mediodía sofocante de enero, exclamó – que horror, negra, que horror, un individuo enloquecido por el calor la ha matado a Matilda a puñaladas porque no soportó verla con su tapado de piel -. Mi madre que era muy crédula dijo – Ah!, que espanto, no puede ser, pobre Matilda -. Mi padre volvió a la carga diciendo – bueno negra, hay que entender al pobre tipo, es imposible soportar la visión  de alguien con  semejante abrigo en estos días, con este insoportable calor -. Mis hermanos y yo pescamos al vuelo la maligna  intención de mi padre y nos sumamos a su argumentación con razonamientos desopilantes. Por ejemplo agregamos con aire de indignación – Si, y ni siquiera transpiraba – lo cual era rigurosamente cierto.
Matilda era sostenida por un barón europeo, aunque al decir despreciativo de mi tía Mercedes, de la “noblesse nouvelle”. Solía concurrir con mucha frecuencia a la casa de la tía Mercedes, donde seguramente encontraba un poco su hogar. Juntas, por cierto período, habían tenido un programa de radio donde comentaban los acontecimientos sociales de la ciudad. Se las podía escuchar decir por ejemplo, - “Mariana (ellas se cambiaron los nombres para el programa) te cuento que la madrina estaba monísima con un vestido largo de raso que seguramente le habrá hecho Mdme Monette” y la otra contestaba –“Sí Amalia y me dijeron que la comida que sirvió El Cifré era exquisita”-. Precursoras del chivo. En una oportunidad, Matilda hizo el siguiente comentario: -“Mariana, he visto en el diario un artículo necrológico precioso, lo he recortado para aplicarlo cuando se muera, por ejemplo, el Dr. Llambí”.
Pero mas allá de estas peculiaridades, Matilda tenía un roce con el mas allá. Había quien aseguraba que era clarividente. También, y esto con seguridad, tiraba las cartas, según decían, con singular certeza.  A mí, cuando era chico, me producía una sensación extraña, no de rechazo, pero sí de cierta pavura.

Recordar todo esto nos había distendido. Incluso lo que nos había parecido circunstancias tan raras alrededor de la muerte de Matilda empezaron a disolverse bajo las especulaciones de que la peculiar relación de ella con los gatos nos había, seguramente, sugestionado. Pero de pronto  escuchamos un grito que provenía de la planta baja. Atropelladamente corrimos hacia el lugar y nos encontramos a tía Mercedes al pie de la escalera, que pálida y con voz entrecortada nos dijo – acabo de ver un gato con la cara de Matilda -


DE PALO (Crónica)

A medida que se terminaba el parque y me acercaba en diagonal a la esquina esa, me dio una súbita sensación que de esa calle en la que tenía que tomar el 155 podía brotar cualquier cosa: un dragón, el desfile de un circo, un enorme pie caminando. Es que era el atardecer final, casi noche y tenía como un clima fantasmagórico.
Pero no, al llegar no había nada de eso. Solo se destacaba en la soledad una mujer joven, con aspecto de estudiante universitaria,  que apoyada en el edificio que marcaba precisamente la esquina, parecía esperar a alguien, al lado del portero eléctrico. De tanto en tanto pasaba un auto.
Había un bar en otra de las esquinas. Con luces bajas parecía un sitio de aquellos tranquilos como para conversar de amor o recordar amores.
Así que ahí estábamos los dos  a una distancia de unos tres metros, espalda contra espalda, yo mirando la calle y ella mirando la puerta vidriada del edificio,  esperando. Yo el 155 y ella vaya a saber que.
Enseguida se develó el motivo de espera de la joven. Lo observé todo con el rabillo del ojo.
Era, naturalmente, un joven que bajó del ascensor y después de pasar la puerta de acceso del edificio se dirigió resueltamente hacia ella y tomándola de los hombros con ambas manos y mirándola fijamente con los ojos muy abiertos le susurraba con una expresión fría
algo que ella no alcanzó a contestar porque antes de que pudiera abrir la boca se dio media vuelta introduciéndose nuevamente en el edificio. Ahí se detuvo frente al ascensor y parecía que conversaba con una mujer mayor que no tengo idea de donde salió mientras ella atinaba a decir con voz un tanto alta, como para superar el obstáculo constituido por la puerta cerrada de vidrio:
-    Vos sós el que tenés que cuidarte.
El pareció no escucharla y un instante después se sumergió en el ascensor.
Con un semblante de gran dignidad no bien terminó de desaparecer el desapacible Romeo dio media vuelta y desapareció en la obscuridad de la noche... para reaparecer antes de que transcurrieran cinco minutos, pero esta vez en el rostro, ahora pálido, se dibujaba cierta angustia que seguramente descargó en el timbre del portero. Enseguida se escuchó por el parlante: - Hola, hola, hola, hola, hola. Holas sin respuesta que no fuera el dedo implacable que solo cesó su presión cuando vió, siempre a través de la puerta de vidrio, que el ascensor iniciaba su recorrido descendente. Ahí, la vengativa Julieta, se dio a la fuga. Todos hemos, casi con seguridad, haber escuchado alguna vez la expresión “los de afuera son de palo”.
Porque estos dos sujetos vivían su drama sin reconocerme en absoluto. Con una impunidad total me pusieron en el lugar de “palo”. Fue así que el pelado (el joven era pelado) bajó y luego de una breve inspección que no excedió un diámetro de cinco metros volvió a meterse en su casa, por supuesto, sin hacerme el menor comentario ni preguntarme nada.
Para mi sorpresa, apareció la dama que desde algún escondite cercano había seguido los movimientos de quien hasta hace poco, seguramente, era coprotagonista suyo en el tierno y tal vez apasionado, altar del amor, con el dedo como una lanza dirigido directamente al ajetreado timbre. Que fue respondido otra vez con –Hola, hola, hola, hola. Holas monocordes y de furiosidad oculta que tampoco fueron respondidos.
Ahí fue donde tuve el impulso de decirle suavemente a ella:
-  No, ya está, no sigas, el amor te espera seguramente en otra parte.
Claro que no lo hice. No quise exponerme a que ella me dijera con voz tal vez aflautada por la ira algo así como:
-    Que mierda tenés que meterte, vejete. Vos no existís!!
De modo que cuando el ascensor empezó a descender ella tornó a retirarse pero esta vez hacia el campo visual mío ya que todo el tiempo solamente miraba hacia el lado casi opuesto, en realidad lateral, haciendo como que mi único interés era el 155 el cual se obstinaba en no venir. La calle que era arbolada y que ya estaba francamente obscura, si se hace abstracción de la iluminación mortecina del alumbrado público, fue recorrida a grandes pasos  por la diosa de la venganza que esta vez se escondió frente a mis ojos detrás de unos árboles que se situaban a veinte metros aproximadamente de distancia.
Una vez en la calle, el joven burlado busco otra vez sin esforzarse demasiado. Estuve a punto de comentarle:
-    La turra está escondida en esos árboles.
Pero él no me preguntó nada. Empecé a dudar seriamente de mi existencia.
El muchacho se metió en el edificio. Yo no advertí que esta vez el no subió sino que se escondió en el palier. Un puma acechando a su presa.
Como un imán, cuyas ondas magnéticas no eran otra cosa que joder a quien le rompía el corazón, un modo patético de seguir estando cerca de su amor, al parecer irremediablemente perdido, volvió a tocar ¿a tocarlo?. Pero esta vez salió la fiera de su cubil gritando como un poseído:
-    la concha de tu madre, te voy a matar!!
Saltó ella como una gacela Thompson y tomando altísima velocidad logró poner dos o tres metros de distancia del desorbitado joven. Se perdieron rápidamente por la calle perpendicular a la que correspondía al 155 que  todavía se negaba a aparecer. El alboroto logró despabilar a un par de parroquianos del bar que salieron a la puerta y también a un par de peatones que venían en sentido inverso a la carrera de los ex – amantes que se dieron vuelta para ver las alternativas generadas por el drama que ahora se desarrollaba a gran velocidad.
Dado que no se escucharon gritos ni golpes, supuse que estarían orillando los límites de la ciudad.
Como un final cinematográfico, se acercaba a unas tres o cuatro cuadras mi 155. Se me ocurrió pensar que todo esto fue montado por la empresa de transporte para entretenerme por la larga espera, que en realidad no había superado los veinte minutos. Cuando ya estaba a media cuadra, cual no sería mi asombro, cuando regresa con la cabeza gacha y cansado el joven pelado quien penetra en su departamento. Y cuando yo estiraba la mano para subir la escalerilla que me rescataba de la inexistencia a la que me habían condenado, aparece ella que tal vez, porque nunca pude saberlo ya que mi transporte se puso raudo en marcha, se dirigía para lastimar suplicante, al objeto que alguna vez fuera de su amor.